“Mientras todas las ciencias progresaron, las de gobernar marcó el paso: hoy es practicada apenas un poco mejor que hace tres o cuatro milenios.
John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos de América.

Presentación:
En tiempos convulsionados como los actuales, de profunda polarización, la tarea del liderazgo se torna difícil y altamente estratégica, retadora y comprometedora. No es fácil dirigir hoy día. Muchos menos liderar. Exige ingenio y facultades, reservas éticas y mucha propiedad, ya que en el ánimo de la gente existe una sensación de desconfianza, de incredulidad, de profundo escepticismo ante el fracaso de la clase dirigente actual. Aún persiste en el liderazgo venezolano actitudes y costumbres, que refugiados en sus viejos preceptos y anclados en sus antiguos paradigmas, asumen la tarea de ofertarse para dirigir la sociedad venezolana y sus instituciones de cara a las exigencias de la modernidad del siglo 21. La percepción valorativa de los ciudadanos ante estos dirigentes no puede ser más que de profundo desprecio por sus conductas y actitudes. Muchos de estos personajes se destemplan en sus ofrecimientos a la hora de ganar una elección, pero al iniciar su gestión se “enjaulan” en su corte de cristal para mas nunca aceptar alguna observación o para atender las tareas que demanda un buen gobierno y así sus días transcurren entre la pompa y los rituales que demanda la exigente agenda teatral de gobernar para nadie.
En nuestros continuos y recurrentes debates e investigación académica sobre las teorías del liderazgo y la ciencia de gobernar, hemos abordado el tema con mucha convicción de que a Venezuela le hacen falta dirigentes de nivel y políticos de alto vuelo. Y no lo expresamos desde los espacios de la subjetividad personal, sino desde los confines del estudio acucioso y la reflexión intelectual. Siendo objetivos, la situación actual habla por si sola y confirma esa percepción valorativa que demuestran los diversos estudios de opinión: una cultura de gobernar que no genera valor, satisfacción ni progreso. Por el contrario produce fracasos, encono y repulsión por su harta mediocridad.
El insigne maestro Don Pedro Grases (1904 – 2004), quien llegó a Venezuela en 1937 con esposa e hijos y muchos libros bajo el brazo, huyéndole a la guerra civil española, dedicó su vida a difundir el pensamiento de Andrés Bello, Fermín Toro, Juan Vicente González, Cecilio Acosta, entre otros augustos venezolanos; antes de morir a los 95 años, escribió de manera premonitoria y reflexiva, lo siguiente:

La evolución a partir de Juan Vicente Gómez (1908 – 1935) ha sido demasiada rápida y con elementos de perturbaciones. El enriquecimiento petrolero ha sido una gran distorsión. Otra cosa desorientadora a partir de Eleazar López Contreras (1936 – 1941) ha sido la educación. No se ha pensado en la educación superior, en la formación de conductores, sino que la preocupación mayor ha sido la solución de los y las analfabetas; y luego, la enseñanza primaria. Y lo que el país necesita son elites conductoras. Lo primero no es alfabetizar sino formar dirigentes. La situación actual no es un problema económico, es un problema de actitud, de trabajo, de entrega. Y es lo que me angustia. Se rompió el cordón umbilical que llevaba a su destino propio, a la identidad, a la definición. Y no es la cuestión de que haya mas o menos dólares, sino la de sumar la acción de cada individuo para lograr una obra conjunta con un propósito, que ya lo hubo.

Nos sumamos a esa angustia que para aquellos tiempos expresaba con profundo acierto el maestro Grases. La situación actual no ha cambiado significativamente, aunque admitamos que en otros aspectos el avance haya sido positivo, pero muy discreto. Lo recurrente en los últimos 30 años son las crisis de los gobiernos que nos han conducido; no es un problema económico, es un problema de actitud, de trabajo, de entrega. Nosotros agregamos que es un problema también de aptitud (competencias y conocimientos) y de ciudadanía (compromiso social). Ese cordón umbilical que nos llevaba por destino propio a la identidad y a la definición, se ha roto. Hoy conducimos por atajos, cegados por el inmediatismo y la urgencia y atados a nuestros viejos preceptos y paradigmas. Nos hemos quedado sin líderes que avizoren el mañana, que lleven el cambio en sus huesos y construyan futuro, que nos unan en propósitos ciertos y que a través de la suma de nuestras acciones individuales lo hagamos en conjunto, con pertenencia y convicción propia. El estudio y la formación configuran herramientas necesarias para el nuevo liderazgo que debe surgir en la Venezuela actual. Este paper work del profesor Oscar Reyes, de quien me honro en conocer, es el inicio de una serie de trabajos que les estaremos haciendo llegar para nutrir sus necesidades de formación de manera que su trabajo político y social sea eficiente y cónsono con las demandas de los nuevos tiempos en la política. La política y sus formas nos permiten abrir un debate reflexivo sobre esta hermosa actividad, que solo la mediocridad intelectual y la mezquindad personal han hundido en el estiércol de las bajezas humanas. Ojala que esta primera aproximación desde la reflexión intelectual nos permita ir dando las respuestas que exige nuestra sociedad venezolana. Espero lo disfruten y cualquier comentario por favor háganlo llegar por esta misma vía, siempre es bueno saber que estamos contribuyendo con la formación de esas elites de dirigentes políticos modernos para Venezuela.
Oscar L. Moncada Duarte.*

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(*): Oscar Leonel Moncada Duarte, es profesor con mas de 25 años de ejercicio, Ingeniero Industrial de la Universidad de Berkeley, USA becario ayacucho 1976 – 1982 Licenciado en Educación de la Universidad del Zulia (1986). Extrabajador de la Industria Petrolera Nacional, con estudios de Postgrado en Planificación Educativa (LUZ 1987-1988), Sociología del Desarrollo (Cendes, UCV. 1990 -1992), PAG (IESA 1993), Egresado del Master en Políticas Publicas (IESA , 1994), y Liderazgo y Gobierno (J.F.K, de la Universidad de Washington, USA, 1995) Magíster en Ciencia Política (ULA, 2006). Doctorando en Ciencia Políticas en la Universidad del Zulia. Miembro de la cámara de Diputados (1983 – 1988; 1988 – 1993) y asesor de las comisiones de educación, deportes y cultura del antiguo Congreso. Miembro del gabinete en el periodo presidencial 1989 – 1993. Consultor en Ciencias de Gobierno, Liderazgo, comunicación política y Gerencia Pública. Presidente de la firma OMD & Asociados, presidente de la Fundación Mérida Nuevo Milenio y Director del Centro de Formación Política y Ciudadana para el Estado Mérida. Miembro de la Comisión Organizadora del Estado Mérida de la organización política Un Nuevo Tiempo.









LA POLÍTICA Y SUS FORMAS

Oscar Reyes[1]

La definición clásica

La primera definición de la política que se hizo clásica y que le dio el nombre a esta disciplina fue la de Aristóteles, quien la concebía como el arte de gobernar una ciudad, un Estado. Los Estados en la Grecia de Aristóteles eran pequeñas ciudades como Atenas o Esparta, llamadas genéricamente pólis, y de allí el nombre. La propuesta de Aristóteles partía de una premisa antropológica que definía el hombre a partir de lo político: el hombre es un animal que sólo alcanza su realización, su plenitud, en la pólis, en contacto e interacción con los otros sujetos, esto es, el hombre es un zoon politikón, un animal político.
Aunque esta definición fue formulada hace 2500 años, sigue siendo usada por los teóricos como un punto de partida útil. Pero obviamente, a lo largo de tanto tiempo se han agregado nuevos contenidos a la definición de lo que sea la política, porque han surgido nuevos problemas que no existían en tiempos de Aristóteles, que han sido asumidos por nuevas vías y con nuevas soluciones.
La definición de la política variará de acuerdo a la época, al entorno social, y al autor que escojamos. Por eso, definir la política puede ser una empresa ardua: debido a los inevitables cambios históricos, los conceptos que se propongan pueden ser muy contingentes e inestables, válidos para un breve período, pero pueden caer en desuso rápidamente.

En busca de algunas líneas estables
Pero a pesar del inevitable relativismo histórico a que están condenadas las definiciones, debemos intentar ofrecer algunos conceptos que ofrezcan unas pocas matrices medianamente estables, por lo menos a los efectos de un libro como éste, y que puedan guiar a nuestros lectores a la hora de definir lo que puedan ser las formas de la política.


Ello quizás sea posible si en vez de buscar la esencia de lo que sea la política desde siempre (o como se dice en filosofía, sub aespecie eternitatis) nos hacemos la pregunta desde un punto de vista pragmatista: ¿para qué nos sirve la política?
La política sirve –como bien decía Aristóteles- para gobernar un grupo, una ciudad, un Estado. Aunque los integrantes de una sociedad tengan consciencia de ello o no, la política determina en buena medida el modo en que se relacionan los individuos, las instituciones y los grupos: el modo en que piden, toman y otorgan justicia u otros bienes como comida, educación, seguridad: en el modo en que operan sus empresas o trabajan, en el marco legal que les permite organizar a sus familia y grupos de interés.
Estos procesos de organización no son espontáneos, no son “naturales”, biológicos, en el sentido en que entendemos la organización de una manada de leones o de un hormiguero. Ciertamente, el hombre conserva una gran parte de sus cualidades zoológicas, biológicas, instintos o pulsiones: es más, de ninguna manera puede deshacerse de ellas a lo largo de su vida. Pero el hombre tiene algo más, tiene un plus, que es la racionalidad, la capacidad de organizarse socialmente de manera intencional, de transmitir esas formas rápidamente a las nuevas generaciones, y de innovar cada día más rápidamente, de manera que en una sola generación podemos ver cambios radicales en las formas sociales, políticas, económicas, culturales, que en cualquier otra especie biológica requerirían miles o millones de años.
Desde este punto de vista, el hombre se hace las formas de la política de acuerdo a sus necesidades, y las va cambiando de acuerdo a como cambien dichas necesidades. Pero cambiar, regir o dirigir es un acto de voluntad, y para hacerlo se requiere un elemento que es fundamental a la política: el poder. La política implica poder para dirigir estructuras encarnadas y dirigidas por hombres y mujeres con miras a mantener la organización, cambiarla o incluso destruirla y sustituirla por otra si ello es necesario.
Un rasgo que sí pareciera constante es el hecho de que cuando hay política siempre hay una organización, y que esa organización dirige a un grupo de personas, las cuales aceptan esa dirección, ese poder de la organización para dirigir la sociedad. Si no hay una relación de poder, un grupo aceptando la dirigencia de otro, entonces no se trata de política, y esta definición negativa es muy importante.
Usted se puede preguntar: ¿a santo de qué un grupo acepta que otro lo dirija? Una respuesta a esta paradoja –que no deja de inquietar desde hace siglos a los teóricos políticos- proviene de Thomas Hobbes. En su Leviatán, Hobbes sostiene una visión negativa del ser humano. Dice que la tendencia natural de los hombres es al conflicto, a tratar de quitarse bienes y riquezas los unos a los otros, esto es, que el hombre es el lobo del hombre. Esta tendencia, cuando no tiene control, conduce a un estado de guerra y saqueo calamitoso, llamado estado de naturaleza, porque es una situación donde todavía no hay instituciones sociales y políticas que regulen las relaciones o donde esas instituciones se han perdido, digamos en una situación de guerra civil clásica. En semejante estado de calamidad, los hombres prefieren aceptar el poder de un grupo u organización, y crean reglas, marcos de leyes e instancias mediadoras para los conflictos, de manera que la sociedad pueda dedicarse a producir los bienes que necesitan para su supervivencia cada individuo, cada familia, cada grupo. Esta sería la génesis de una especie de contrato político para garantizar la paz y evitar el estado de guerra, por lo que este modelo se llama contractualista.
Otro elemento importante sería que esas formas de organización, que ese poder de unos sobre otros –consentido, aceptado por necesidad aunque no pocas veces impuesto por la fuerza de las armas- varía en sus formas y contenidos de acuerdo al


relativismo e historicismo que ya señalamos. Cada sociedad, cada momento histórico, conoce particulares formas de organizar esos poderes. Las formas que adopta ese poder encarnado en instituciones, en hombres y mujeres de determinados momentos históricos, es lo que podríamos llamar las formas de la política.

La política y lo político
Cuando Aristóteles escribió La Política, concibió un método que se ha hecho paradigmático. Recopiló constituciones y leyes de diversos pueblos en diversas épocas históricas –anteriores o contemporáneos a él- y se dedicó a estudiarlas para elaborar sus conclusiones a partir de las comparaciones. Aristóteles trabajó en base a los escritos de otros, haciendo una especie de exégesis, y creó la matriz de una ciencia nueva: la teoría política. Vista desde este punto, la teoría política estudia lo que diversos autores han dicho acerca de la política y sus formas, sean Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, John Stuar Mill o Marx. Por otra parte, la tesis de Hobbes no arranca de la comparación de constituciones y leyes, libros y discursos, sino del conflicto que él considera inevitable en toda sociedad, y de la necesidad de que se creen estructuras para ordenar dichas sociedades y evitar el estado de guerra. La diferencia que hay entre lo político y la política sería que lo político estudia ese conflicto inherente a casi todas las sociedades de que tenemos noticia, mientras que la política estudiaría tanto las formas políticas como lo que han dicho diversos autores sobre ellas. Sería una diferencia sutil pero interesante: los discursos sobre la política contrapuestos a la acción política real, de antagonismo: lo que dicen los hombres sobre la política como diferente de las prácticas que los dirigentes políticos ejercen[2].
Nosotros no nos adentraremos demasiado en este campo, y pasaremos a otras definiciones, a la cuestión de los fines, los medios, y las instituciones.

Una definición autónoma
A partir de la Ilustración, una gran cantidad de ciencias particulares ha obtenido estatuto autonómico o se ha dado su partida de nacimiento, arrancándole trozos a lo que fue durante mucho tiempo espacio para el pensamiento político: la economía, la psicología social, la sociología, la comunicología.
Debido a la competencia de esas jóvenes ciencias, los espacios de la política como disciplina intelectual autónoma se han estrechado, aunque, curiosamente, en la praxis, en la organización de los Estados, de los grupos de interés, de los partidos, de las sociedades, hemos vivido en los siglos XIX y XX el apogeo de la política. Hemos tenido dos grandes siglos de la política, debido a cambios vertiginosos como la descolonización, el nacimiento de decenas de nuevas naciones, el nacimiento de los partidos políticos modernos, dos guerras mundiales el auge y la caída del fascismo y

luego del bloque socialista, el pacifismo, la ecología, la internacionalización de la política con la Liga de las Naciones, luego la ONU, la OTAN, la UE y otros bloques y, últimamente, una internacionalización de la política desde las esferas de la sociedad civil gracias el fenómeno de las nuevas tecnologías de la comunicación y la globalización.
Este conglomerado de sucesos tan variado, que tienen matices económicos, geográficos, tecnológicos, militares y sociales, es el material con que debería laborar la ciencia política, a pesar del riesgo de que en ese intento pueda colisionar con campos que cada una de las otras disciplinas reclama como propio.
Pero el peligro es que si separamos estrictamente la paja del grano, y le damos a cada disciplina lo que reclama para sí, la teoría política se quedaría muy endeble, y tal vez se reduciría a un regateo, a una toma y daca, a una mera mediación entre grupos de intereses, como sugiere Isaiah Berlín, aunque ese rasgo sea fundamental. Estamos de acuerdo con Berlín en la importancia del regateo, pero los elementos a regatear son también fundamentales, y conforman –entre otros- muchos de los espacios y formas de la política. [3]
Por ejemplo, si se analiza la discusión de un contrato colectivo entre los obreros de un sector laboral y la patronal, tenemos un caso que parece típicamente político. En tal caso, la economía puede reclamar pertinencia en el momento en que quiera poner en contexto la situación de las empresas con el mercado global, o la sociología puede intervenir diciendo que los trabajadores de ese sector pertenecen a un estamento o clase social muy empobrecida, y que los bajos ingresos no compensados con el aumento salarial solicitado se traducirán posteriormente en violencia y delincuencia.


más, independientemente de la intromisión de estas otras ciencias, sus aportes no desdibujan para nada el carácter político de la negociación. Por el contrario, uno puede decir que la interdisciplina es saludable en un caso como este, porque hace más densos los análisis.
Eso puede significar es que una revisión de las formas de la política debería contar con los aportes de otras disciplinas, y que esta interdisciplina o intertextualidad no es una contaminación maligna, sino que puede ser enriquecedora.
Cualquier revisión de las formas de la política actualmente tendrá que toparse con la economía, con la telemática, con los medios de comunicación, con la antropología, la psicología, y deberá elaborar sus discursos influida por estos otros elementos concomitantes. Ya no cuentan sólo los modos de organización decimonónicos –Estados, partidos, sindicatos, sociedad civil, empresas privadas, cooperativas- sino que hay muchos nuevos actores, espacios y herramientas, donde se realiza toda una amplia gama de reglas de juego y relaciones políticas.
La definición de las formas de la política será pues, la de una especie de cobija de retazos, pues la política pareciera ubicarse en una intersección donde concurren todos esos otros vectores, aunque sin perder del todo los rasgos generales que le adjudicamos: el ser una forma organizativa mediante poderes, consensos, disensos, conflictos, resoluciones y mediaciones, de la vida de los grupos.

Los fines de la política
Si la vida de un grupo, de un Estado, de una pólis, se organiza de determinada manera, ha de ser con una finalidad. La finalidad genera un problema de ética: por qué una finalidad o meta puede ser mejor que otra, por qué un modo de organización es mejor o peor que otro, y he allí uno de los debates clásicos de la política: el que tiene que ver con el modelo de país, de sociedad, de organización.
El propio Aristóteles, en la primera definición clásica, señala una serie de beneficios de la vida en la pólis. El hombre sólo se puede realizar y ser feliz en la pólis, y fuera de ella pierde todo su sentido. Los griegos perdidos en regiones ignotas, bárbaras, eran sumamente infelices: y al ver el mar exclamaban con alivio ¡thálasa! (mar) porque sabían que donde había mar había barcos griegos que los podían devolver a sus ciudades, entre los suyos.
Esa felicidad, ese concepto de realización, definirá la finalidad de una determinada comunidad política. Y esa finalidad determinará los conflictos y resoluciones posibles en cada caso, las formas que adopte la política en cada caso para lograr esos objetivos, esa finalidad.
La felicidad no es la única finalidad posible; el destino común, la raza, el bienestar económico, la defensa contra un enemigo externo peligroso, pueden ser finalidades tan legítimas como la felicidad a la hora de organizar una comunidad política. Todo dependerá del caso concreto, de la experiencia histórica particular.

Los intereses en la política
Los debates en política suelen realizarse con miras a lo intereses de grupos, de individuos, de corporaciones, de partidos. Las diversas finalidades están determinadas por intereses: económicos, de prestigio, de poder, ideológicos, religiosos. En una misma sociedad, suelen convivir finalidades e intereses diversos, en conflicto, y aquí opera la política como sistema organizativo, para que los intereses no destruyan a los individuos ni a las sociedades, y se logran acuerdos en la medida de los posible.
Decimos en la medida de lo posible porque no siempre la política logra la mediación pacífica, y los intereses contrapuestos generan una violencia que lleva al estado de guerra. De lo anterior colegimos otra característica de la política: suele esperarse de ella que permita organizar los intereses y las disputas de manera pacífica, para evitar el estado de guerra.
Otro rasgo característico de la política es que cuando un grupo cree que determinada organización de la sociedad es mejor a los fines de su felicidad, de sus intereses, la promueve, la defiende, y trata de que esa sea la forma que adquiera la sociedad, que sus intereses de clase, de grupo o individuales, sean tenidos como los más convenientes para toda la sociedad.
Esa visión, ese proyecto, pasan a ser la finalidad política para ellos, contrapuesta a las visiones y proyectos diferentes de los otros grupos. Porque usualmente los otros grupos intentan hacer lo mismo, darle la misma categoría a sus propios intereses, y de aquí surge un tipo de tensión típicamente política.
Los medios en la política
Aparte de declarar unos fines que se consideran deseables, -v.gr. “queremos la felicidad para todos”, “queremos el bienestar colectivo”, “queremos la emancipación de la clase trabajadora”, “queremos un espacio libre para la actividad empresarial”- la política se plantea la cuestión de los medios. ¿Cómo se logran esos objetivos, esos fines?
Si la política debe mediar intereses y conflictos y además promover ciertos fines deseables, debe contar con medios, con herramientas para ello.
Aunque parezca un razonamiento circular, la política no puede organizar ni mediar si no posee medios, herramientas y poderes para ello. Y esos medios sólo los da la misma sociedad donde se hace política, la misma sociedad que se desea organizar.
Esos medios pueden ser armas, instituciones, leyes, costumbres. Pero tienen la característica de que son operativos, de que funcionan a la hora de orientar el rumbo del colectivo de acuerdo a los fines que han ganado la primacía en la competencia, en el toma y daca.
Puede resultar –es lo usual en las sociedades actuales- que el espacio social sea tan amplio que no haya fines completamente predominantes, sino una multiplicidad de fines funcionando simultáneamente, manteniendo un cierto equilibrio en el todo. Se trata de sociedades pluralistas, muy diferenciadas estructuralmente, en las demandas de sus grupos, donde se consagra el derecho de que cualesquiera fines –siempre que sean pacíficos, que no rompan la unidad ni hagan violencia sobre otros fines- son perfectamente legítimos y tienen derecho a existir y ser promovidos libremente.
Lo anterior es sumamente denotativo del carácter necesario y útil de la política, porque la sociedad sólo se mantiene como tal –no retrocede al estado de naturaleza- en la medida en que organiza mediante la política la mediación de los conflictos e intereses antagónicos que hacen fuerza en su seno. El estado de guerra es la disolución misma de la sociedad y de la política, sobre todo si se trata de una guerra interna, de tipo civil, aunque hay autores que como Clausewitz consideran la guerra como una continuación de la política.

La definición a partir de la mediación
La definición de la política desde el punto de vista de la mediación se acerca entonces a la creencia de que para organizar los diversos intereses, las diversas visiones sobre lo que es bueno y deseable para el colectivo, deben existir instancias mediadoras, con herramientas y poder, para poder resolver esos conflictos sin que la estructura social sucumba. Los medios, las herramientas que se utilicen para esa mediación –poder judicial, congreso, partidos, poder ejecutivo, sociedad civil, medios de comunicación- determinarán con mucho los espacios y formas concretas de la política.
Pero la política no siempre es entendida como herramienta de mediación y equilibrio por excelencia. La definición depende de la finalidad: si la finalidad de una sociedad determinada está en conflicto grave con el proyecto, con la visión de un grupo, ese grupo puede no estar interesado en mantener un equilibrio ni en evitar una ruptura grave a partir del conflicto generado por sus intereses. El grupo puede preferir el derrumbe de un Estado, de un modo de organización e incluso promoverlo activamente. Sería el caso de las revoluciones. Pero las revoluciones, con todo, tienen una finalidad: suponen que el modelo sustitutivo que ofrecen es mejor que el que intentan derrumbar. Si los revolucionarios llegan al poder, probablemente se tornarán conservadores, y tratarán de mediar los nuevos conflictos usando nuevas formas de la política, para evitar que se derrumbe su nuevo orden. Así que el desinterés por la estabilidad de un sistema podría ser un instante, en el caso de las políticas revolucionarias. Caso diferente sería la anarquía, que supone que los hombres no necesitan ni de la política ni de los políticos ni de los Estados para organizarse y resolver entre ellos los conflictos de buena manera. La teoría anarquista sostiene que todo poder, toda coacción, es mala, y que dado que ningún Estado puede erigirse sin el recurso al poder, entonces todo tipo de Estado es malo, y que lo deseable sería que los ciudadanos directamente se entendieran entre ellos, pacíficamente, sin guardianes, sin poderes, sin Estados ni coacción, mediante un equilibrio que recuerda la teoría de la mano invisible del mercado de Adam Smith[4].
Otro caso extremo –que ya hemos citado- sería el estado de guerra, en el que no importa cuánto se destruye un grupo, estado o sociedad enemiga. A los alemanes durante la II Guerra no les importaba la destrucción en que sumieron a los territorios que iban ocupando. La guerra civil es lo mismo pero con indiferencia hacia lo interno. En la vecina Colombia, por ejemplo, a los guerrilleros de las FARC no les importa destruir un pueblo si con ellos logran un golpe “estratégico” contra el ejército regular. Sus intereses grupales están por encima del concepto del Estado-nación y de la destrucción causada.
A un terrorista suicida no le importa la destrucción que causa cuando se inmola con una bomba, ni le importa que luego como represalia destruyan la casa de sus padres, que bombardeen a sus familiares y amigos. Justamente, es lo que buscan, el terror por sí mismo, como en el caso de los pilotos de los aviones que destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

La organización
Desde un cierto punto de vista puramente estructural, es indiferente si para organizar un grupo social la motivación proviene de un acuerdo sobre la finalidad, sobre la felicidad, si proviene de un deseo pluralista de que muchos fines operen libremente o si proviene del miedo a la disolución, del miedo al estado de guerra.
El resultado va a ser una serie de instituciones que, analizadas, nos van a dar el carácter de un modo de organización política. Estados aristocráticos, oligárquicos, monárquicos, imperiales, teocráticos, democráticos, dictatoriales, se repiten con variantes a lo largo de la historia y la geografía.
A nuestros fines, analizaremos los estados nacionales modernos y sus organizaciones para caracterizar lo que consideramos formas de la política contemporáneas. Si hay un elemento común alrededor de todo el globo, es la existencia de los países, de los llamados estados nacionales, independientemente de que cada uno de ellos pueda tener una manera de organizarse única, como una huella digital. No hay territorio, no hay lugar del mundo donde haya hombres y mujeres, que no pertenezca –aunque sea formalmente, declarativamente en el caso de que se trate de un territorio muy aislado- a un país o Estado nación. Una definición extensa de lo que sea un Estado rebasa los límites de este ensayo, por lo que recurrimos a la fe en que nuestros lectores viven en uno, y por experiencia diaria saben lo que significa Estado o país.

El proyecto moderno
Una característica que Anthony Giddens[5] señala para la política moderna es la creencia en que la historia no sucede de manera ciega y simple, sino que “se hace”, que no depende de una voluntad superior, divina, oscura, sino que los hombres pueden construirla de acuerdo planes y finalidades. El hombre medieval pensaba que su destino dependía de fuerzas superiores a él o ella: el hombre moderno construye su destino con sus manos. Por ello, la tendencia ha sido que la política pase de ser ideal a ser práctica, a que se encarne en instituciones concretas: partidos, divisiones de poderes del Estado, revoluciones, ideologías programáticas o modelos económicos.
La mayoría de las instituciones políticas que usamos actualmente en los países alrededor del mundo se han inspirado en las revoluciones modernas: la revolución francesa, la revolución norteamericana, la independencia latinoamericana, la revolución rusa. Las organizaciones tribales, que no siguen esa pauta moderna, existen en regiones muy aisladas, y son especies en vías de extinción,

Las instituciones
A partir de esos elementos comunes heredades de las revoluciones modernas, enumeraremos algunas instancias o instituciones por excelencia de la organización política. Hobbes y posteriormente Montesquieu, recomendaban una división tripartita del poder del Estado, que se ha generalizado de manera amplia, aunque hay excepciones: el partido único en el caso de los países socialistas, o el tirano que monopoliza todos los poderes.
Pero la división clásica sería:
a) Poder ejecutivo: que organiza y ejecuta las políticas económicas, que comanda el ejército, y ejecuta los presupuestos. La figura que lidera el poder ejecutivo suele ser


llamada presidente o primer ministro, y es una transformación de la imagen del monarca en la figura de un ciudadano “civil” electo públicamente para ese cargo mediante comicios, que responde ante el pueblo, y cuyo mandato usualmente puede ser revocado en las elecciones siguientes.
b) Poder legislativo: se encarga de redactar y promulgar las leyes, pero también se ocupa de vigilar y controlar la gestión del ejecutivo, por lo que tiene facultades contraloras. Otro elemento del legislativo -aunque no suele estar escrito en las Constituciones- es que es el órgano de representación de intereses más visible, porque los parlamentarios están allí por mandato popular, para defender los intereses del pueblo, ante quien deben responder finalmente, lo mismo que el Presidente o Jefe de Estado.
c) Poder judicial: que se encarga de ejecutar las leyes y sancionar a quienes las violan. De alguna manera, es un poder controlador de los otros dos, porque es garante de las leyes, de las reglas de juego en base a las cuales funciona una sociedad.
Esta división clásica pretende que los poderes se controlen unos a otros, que se hagan peso mutuo para lograr el equilibrio y evitar el abuso de poder de parte de alguno de ellos (check and balance, en terminología inglesa). La revolución francesa promovió esta división porque le restaba poder a dos instituciones que lo tuvieron en exceso y sin control: la monarquía (el rey) y la Iglesia.
Pero la división de poderes estilo Montesquieu no describe el amplio panorama de los grupos que actúan en las sociedad contemporáneas. La política conoce otras divisiones que ya se han hecho “clásicas”, y que también son útiles para entender las sociedades actuales.
1.- Estado: con las divisiones de poderes que se expuso antes, e incluyendo al ejército, como guardián de las armas y depositario de la violencia legítima y dirigido por el presidente o primer ministro, dependiendo del caso. En las sociedades regidas por un rey o tirano, el control del poder armado reposa en manos de éstos.
2.- Sociedad política: este espacio contendría a los actores y grupos que actúan en función de controlar las herramientas y cargos del Estado para orientar y dirigir la vida colectiva. Se trataría de los partidos políticos, que agrupan y median intereses y además postulan individualidades para el poder ejecutivo (presidente, gobernadores, alcaldes) o legislativo (congreso, congresos regionales, cámaras municipales) y de los mismos individuos que son postulados, los dirigentes políticos profesionales tal y como los conocemos. En algunos países el poder ejecutivo postula miembros del Poder Judicial, como en USA, donde el Presidente postula a los integrantes del Tribunal Supremo. En la mayoría de los casos, el poder judicial tiene mecanismos autónomos de elección, que pueden ser colegiados –entre los miembros de un Tribunal Supremo-, de segundo grado, cuando los elige el congreso, o elección pública como en el caso de los fiscales (USA).
3.- Sociedad económica: incluiría a los actores productivos, sobre todo del sector empresarial, industrial, comercial o bancario, grande o mediano.
4.- Sociedad civil: incluiría a los ciudadanos privados, sus organizaciones no políticas –en el sentido de postular para cargos electivos o tener representación parlamentaria- para intereses inmediatos, situados entre la familia y el Estado, si usamos la definición clásica de Hegel. Obviamente, no se trata de grupos puros, aislados. Los ciudadanos pasan de un grupo a otro de manera constante, y de hecho están simultáneamente en dos o más sectores:



pueden ser empresarios y dirigentes políticos, ser sociedad civil y ser sociedad política a la vez. Algunos autores pueden mezclar la sociedad civil con la sociedad política, decir que los fines de la sociedad civil coinciden con los de la sociedad económica.
La sociedad civil realmente puede tener intereses políticos, pero aunque los organice, los agregue y promueva como suelen hacer los partidos políticos, se diferencia de la sociedad política, de la parte de la sociedad que postula funcionarios y controla el Estado, en que no puede organizar violencia legítima para defender sus intereses. Una sociedad civil con ejército propio, diferente del ejército regular o la policía, es una anomalía grave en estos esquemas políticos, como es el caso de los paramilitares o la guerrilla. Los intereses legítimos e institucionalizados mediante leyes o consensos pueden ser defendidos por el Estado mediante la violencia, con el ejército o por la policía, y eso es visto como normal, como necesario a los fines de garantizar la paz y las reglas de juego, pero –como ya se asomó con el caso de la guerrilla y los paramilitares- se puede dar el caso de partidos políticos (fascistas, nazis, o los partidos integristas musulmanes como el Hamas) que tienen milicias para defender sus intereses, pero son una excepción vista como anómala y no una regla.
En cuanto a la visión de la sociedad civil como política o económica, aunque pareciera obvio que en su seno se da una mezcla de muchos de estos factores, su participación en la política o la economía ha generado largos debates.
La definición de Hegel ha creado confusiones, porque el nombre en alemán se refiere una clase en particular, la burguesía (bürgerlichte gesenschalft), y no a la societas civilis romana o la politikon koinonia griega, que corresponden a las formulaciones clásicas de este espacio de organización.[6] Es decir, el nombre alemán no se refiere a los intereses de los cualesquiera ciudadanos tanto a nivel privado como más allá de su casa, en ese espacio que media entre los individuos y el Estado, que es como se entiende de manera generalizada a la sociedad civil.
Al ser homologada con la burguesía a partir del nombre alemán “sociedad burguesa”, la sociedad civil fue catalogada por Marx como simplemente económica, dado que en la teoría marxista –de corte economicista- la burguesía es la clase empresarial, de intereses esencialmente capitalistas. Así que desde este punto de vista, la sociedad civil es vista sólo como una instancia de lo privado, de lo económico, de lo “burgués”, y por eso los partidos políticos de izquierda, marxistas, la han opuesto a los intereses de los trabajadores, del proletariado, usualmente representados en los partidos socialistas y comunistas, pero luego del desencanto marxista con la caída del llamado socialismo real en Europa del Este, el concepto de sociedad civil ha vivido modificaciones y revisiones. Ahora se la puede ver como una instancia por excelencia para la democratización, para la repolitización de las sociedades autoritarias, y tampoco se ve como malo el hecho de que muchos de los intereses agrupados mediante asociaciones civiles tengan una finalidad claramente económica.
Así que la sociedad civil puede contener en su seno entonces agrupaciones, clubes, movimientos, con orientación económica o política, sin dejar de ser sociedad civil, y sin ser sociedad política strictu sensu.
Se da el caso de trasvase constante entre unas instancias y otras. Por ejemplo, agrupaciones civiles que defienden el ambiente o los derechos humanos terminan siendo partidos, sociedades políticas, como es el ya citado caso de los verdes en Europa. O movimientos civiles y cooperativas terminan siendo empresas, como es el caso del colectivo que creó el sistema operativo Linux.

La división en clases
Otra manera de hacer un mapa político es mediante la división en clases sociales. Las clases sociales pueden estar determinadas por pertenencia a una casta, por el factor racial y por muchos otros. Pero el que más se ha extendido es el factor económico, analizado sobre todo por Marx.
Marx propuso que la pertenencia a una clase, y la defensa de los intereses en tanto clase, estaban determinados fundamentalmente por la posesión de los medios de producción. La cultura y la sociedad servirían, según la teoría marxista, para satisfacer las necesidades de casa, comida, vestido, pareja, de los hombres y mujeres.
Si Aristóteles definió al hombre como animal político, Marx lo definió como animal económico, como homo economicus.
El movimiento político e histórico estaría determinado por esos intereses económicos, y por la lucha de cada clase por hacerse con los medios de producción.
La sociedad, desde este punto de vista, estaría dividida en tres clases:
a) burgueses, dueños de los medios de producción capitalista, máquinas, fábricas, capital.
b) proletarios, que venden su fuerza de trabajo a cambio de un salario que les permita solventar sus necesidades básicas. Sería el sector pobre de la sociedad.
c) la pequeña burguesía, que nosotros podríamos llamar clase media. Son pequeños productores o profesionales que ni son grandes empresarios ni realizan un trabajo penoso en una fábrica para percibir un salario precario: médicos, periodistas, educadores, artesanos independientes, pequeños agricultores, profesionales en general.
Según la teoría de Marx, los intereses económicos y de clase serían lo determinante, y los demás factores políticos serían subsidiarios de éstos. La clase dominante desde un punto de vista económico y de los medios de producción, se adueñaría de manera directa o indirecta de los medios y formas de la política para defender sus intereses. Es decir, la clase dominante económicamente, sería la que tendría el poder para definir y diseñar las formas de la política en una sociedad determinada.
Así, cualquier posibilidad de cambio político real presupone un cambio en la propiedad de los medios de producción. La teoría de Marx ha sido tan influyente, que incluso quienes no ven lo económico como absoluto siguen usando las categorías de clases y lucha de clases como herramienta, aunque introduzcan variantes y ampliaciones a esas categorías y clases.
Un mapa mínimo
Con todo lo anterior, se puede configurar un mapa que nos oriente a la hora de pensar las formas de la política. La política real y activa que conocemos hoy día se maneja mayoritariamente en los espacios citados: sociedad política, sociedad económica, Estados y sociedad civil. Las diversas variables, las diversas maneras de organizar esos espacios, le dan especificidad a cada proceso o sistema político.



Hay una generalización y una exportación de este tipo de esquemas, que se repiten en la mayoría de los países, sobre todo a partir de los procesos de colonización y globalización.
Claro que hay otros espacios nuevos, como los medios de comunicación y la telemática –Internet sobre todo- que están creando nuevas formas de hacer política, de organizar intereses.
Incluso, algunos autores señalan que las formas tradicionales de la política ya no funcionan en el nuevo esquema de la globalización, porque la economía y la política originadas en los Estados nacionales y sus instituciones internas son cada vez menos influyentes. El mundo globalizado estaría regido por una política y economía globales que no tienen centro, que no tienen asiento específico en algún país o núcleo de poder.
Por lo mismo, los mapas para analizar las formas de la política estarían obsoletos, estarían muy a la zaga del rápido movimiento de cambio de la revolución tecnológica, económica y comunicacional, por lo que habría que actualizarlos de urgencia o correr el riesgo de la muerte de la política, por lo menos como la hemos conocido hasta ahora en su herencia Modernista[7].
Estaríamos en presencia de un nuevo modo de producción, con modos de propiedad nuevos, como señala Peter Drucker. [8] El nuevo modo estaría signado por la revolución tecnológica. La propiedad de los medios estaría determinada por el hecho de que los grandes capitales que conocemos actualmente no son propiedad exclusiva de un grupito de magnates, sino que en su mayor volumen provienen del ahorro de la clase media y los trabajadores de los países desarrollados, que los han puesto en fondos de pensiones o cajas mutuales, gerenciadas por tecnócratas que los mueven por todo el mundo en busca de ganancias. De aquí la nueva gran paradoja de que el nuevo capitalismo tenga cada vez menos grandes capitalistas, y que el dinero volátil que causa crisis económicas como las de Asia y Latinoamérica no sea dinero de los ricos, sino dinero de los trabajadores. Además, el verdadero capital, el verdadero motor, sería el conocimiento, por lo que ya no estaríamos viviendo un capitalismo industrial sino un capitalismo del conocimiento.
Esta situación por supuesto que está generando nuevas tensiones políticas, que no alcanzan a ser resueltas en los espacios políticos tradicionales. Por eso, movimientos como las protestas antiglobalización, o las organizaciones y grupos creados usando las herramientas de las telecomunicaciones, generan grandes retos no sólo para la política práctica, para las naciones y sus instituciones, sino también para la teoría política, que debe lidiar con experiencias que no cuadran dentro de los esquemas clásicos que hemos heredado de la Modernidad. Pero obviamente, analizar esos nuevos espacios y formas de la política es un gerundio, un work in progress, y requiere otros desarrollos más amplios para su análisis. Por ahora, con los mapas precarios y sucintos que hemos ofrecido, damos por concluido este capítulo.
[1] Oscar Reyes es filósofo egresado de la diversidad Católica Andrés Bello y Candidato a Magíster con Honores en Ciencia Política por la Universidad Simón Bolívar. Ha sido Fulbright Visiting Scholar de los Summer Institutes en la Universidad de Nueva York (2003). Es investigador del Centro de Investigación y Formación Humanística de la UCAB, donde coordina el Proyecto Democracia, y es catedrático ordinario de Filosofía Política en la Escuela de Ciencias Sociales de la UCAB. Sus ensayos han sido publicados por revistas especializadas en Venezuela, Argentina y Suecia. Sus artículos de opinión han aparecido en El Nacional y El Universal. Ha sido asesor de la Cámara de Diputados, de la Presidencia del Senado, del Parlamento Latinoamericano, del Ministerio Antidrogas, de la Asamblea Nacional Constituyente, de la Asamblea Nacional y del Ministerio de Información y Comunicaciones. Actualmente es asesor de la diputada Marisa Bafile, electa a la cámara baja del parlamento italiano por la circunscripción de Suramérica y además es integrante del Observatorio Antitotalitario Hanna Arendt.
[2] Obviamente, esta es una diferencia muy difícil de detectar, porque los discursos y las acciones se cruzan, y porque en política las palabras son acciones, sobre todo cuando provienen de la dirigencia, debido a que son palabras respaldadas por un poder, cargadas de poder. De todas maneras, la diferenciación puede ser útil. El concepto de antagonismo como propio de lo político ha sido trabajado por Carl Schmitt El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 1998, mientras que Michael Oakeshott en La Política de la Fe y la Política del Escepticismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, ha diferenciado las prácticas, los discursos y los escritos sobre política como fuentes de estudio de nuestra disciplina: “...de estas tres fuentes de información sobre nuestro entendimiento del gobierno y nuestras ideas sobre lo que es propio de sus actividades –las pautas de la práctica, el discurso y los escritos considerados-, podría decirse que la primera es la más confiable; la segunda la más copiosa y reveladora, y la tercera, la más difícil de interpretar”. (p. 32).
[3] El regateo es muy importante porque la política se construye a partir de desacuerdos. “Si los hombres no hubieran estado en desacuerdo sobre la finalidad de la vida y nuestros antepasados hubieran seguido imperturbables en el jardín del Edén, los estudios a los que está dedicada la cátedra Chichele de teoría política y social apenas podrían haber sido concebidos. Pues estos estudios tienen su origen y se desarrollan en la existencia de la discordia”. Con esta conferencia se abría el curso en la Cátedra Chichele de Oxford el 31 de octubre de 1.958. Ver: Isaías Berlín: Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1.998, p. 215.
El concepto de desacuerdo y regateo para definir lo político nos parece acertado, aunque no coincidimos con Berlín cuando escribe que si lográramos un acuerdo sobre los fines se acabarían los problemas de la política, incluso si lo sostiene como caso meramente hipotético: “Cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos sino técnicos, es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las máquinas, al igual que las discusiones entre los ingenieros o los médicos.”. Ibíd. p. 215, subrayado nuestro (SN). Si lo dicho por Berlín fuera cierto para los ingenieros y médicos, no habríamos desarrollado una disciplina llamada bioética que tiene mucho que ver con las decisiones y discusiones de los médicos, que no son asépticas, simplemente técnicas, sino que incluyen una ideología y unas consecuencias vitales para sus pacientes, y que han abierto nuevos espacios justamente para la política, porque son polémicas, no consiguen acuerdo unánime. Lo mismo vale para ingenieros sensibles sobre el efecto de sus obras en el entorno ecológico, y de allí que los grupos ecológicos se hayan organizado políticamente, y participen en el gobierno por ejemplo en Alemania. En política, aun suponiendo que nos pusiéramos de acuerdo sobre un fin –p.e., lograr el pleno empleo- las herramientas y el modo en que buscamos ese fin (mediante el voto, el consenso, la cooptación, las armas, la representación de las minorías, el mercado, la revolución, los partidos monoclasistas o policlasistas, etc.) determinan el carácter de una política. En los medios utilizados se realizan el autoritarismo o la democracia, para sólo citar dos conceptos muy importantes en la teoría política. Nosotros extendemos el concepto de regateo de Berlín al toma y daca para enfrentar desacuerdos, aunque él originalmente lo usó para definir una línea divisoria entre lo privado y lo público. Dice en la página 223. (Ibíd.): “Hay que trazar una frontera entre el ámbito de la vida privada y el de la autoridad pública. Dónde haya que trazarla es una cuestión a discutir y, desde luego, a regatear. Los hombres dependen en gran medida los unos de los otros, y ninguna actividad humana es tan completamente privada como para no obstaculizar nunca en ningún sentido la vida de los demás”. (SN).
[4] Para una comparación entre anarquismo y democracia donde se hace una interesante recensión de los argumentos de los anarquistas y los de sus críticos, véase Robert Dahl: La Democracia y sus Críticos, Paidós, 3° re-edición, Barcelona, 2000, especialmente las páginas 49-66.
[5] Ver Anthony Giddens: Más allá de la izquierda y la derecha: El Futuro de las políticas radicales, Cátedra Madrid, 1.998.
[6] Ver: Jean Cohen y Andrew Arato: Sociedad Civil y teoría política, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.
[7] Tal sería el caso de Norbert Lechner, quien señala: “La diversidad estructural pone en jaque la función integradora de la política, que pierde fuerza como vértice ordenador de la sociedad. En la medida en que es una coordinadora de los procesos sociales, queda por definir no sólo el lugar sino el valor mismo de la política. Vale decir ¿para qué sirve la política y qué podemos esperar de ella? (…) En lugar de pensar en una “correspondencia” entre desarrollo político y desarrollo económico, cultural, tecnológico, etcétera, habría que asumir una asintonía estructural entre los diferentes campos”. Lechner: ¿Por qué la política ya no es lo que fue? en Leviatán, número 63, II época, primavera de 1996.
[8] Peter F. Drucker: La Sociedad Poscapitalista, Norma, Bogotá 1991).

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